Entre los libros y yo la batalla ha sido ruda. Oficialmente, nos amábamos. Era sabido que nos prestábamos un servicio mutuo: yo les hacía publicidad y ellos me daban de qué vivir. De puertas para afuera, nuestras relaciones eran excelentes: yo les abría mi puerta con cortesía, cordialidad e incluso, a menudo, con afecto, y ellos se dejaban manipular, abrir, romper, leer, sin rebelarse nunca. Para todo el mundo, el libro y yo formamos un dúo de viejos cómplices con caracteres complementarios. Pero la verdad era otra.
Los libros son implacables invasores. Con cara de nada, con una paciencia infinita y siempre más numerosos, se vuelven dueños de los lugares. Pronto consiguen desbordar las bibliotecas en las que se les ha otorgado residencia. Como las multitudes de caracoles en las novelas de Patricia Highsmith, escalan los muros, suben hasta los techos, se instalan sobre las chimeneas, las mesas, los canapés, se fijan en las intersecciones, penetran en los armarios, las cómodas y los cofres y, cuando moran en tierra, proliferan sobre la alfombra o sobre la madera en pilas inestables y arrogantes. Ninguna habitación está prohibida a los libros. Ninguna les repugna. Los que no han podido acceder al salón, la oficina o la habitación se contentan con los baños, con el estudio, con los corredores o incluso con el san alejo por el cual transitan las papas, los tarros de mermelada, el vino etiquetado, la aspiradora y las pelotas de lana para tejer. Cohabitan con las arañas. No tienen alergia al polvo. Agrupados, apretados los unos contra los otros, tienen la estabilidad y la perseverancia de menhires. En otros tiempos, los ratones los roían pero, ante la proliferación de carátulas duras, casi todos han renunciado. Los ratones son la prueba de que una demasiado grande acumulación de impreso puede desmotivar. Con el paso del tiempo, los libros se han convertido en feroces colonizadores. Roban espacio sin cesar y su voracidad se revela tanto más eficaz cuanto que es silenciosa y que sus movimientos lentos y usurpadores se hacen bajo la cobertura tranquilizante de la cultura y con la bendición de los profesores. La verdadera ambición de los libros es la de expulsar a los hombres de las bibliotecas y de sus casas y ocupar todo el territorio para su grandioso y solitario goce.
Informante. Nicole Pryor / Hufflepuff
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